Este es un blog de relatos a la carta, escritos alrededor de palabras y temas que nos proponen nuestros lectores.Vosotros elegís cinco palabras y una temática cada uno, y nosotros escribimos un relato corto con TODAS las palabras, intentado que se oriente también hacia todas las temáticas.


¿Quieres proponernos palabras y temas? Puedes hacerlo en la pestaña de la convocatoria abierta.


¿Tú también quieres escribir con nosotros?Envíanos tu propio relato corto, mediante el formulario del blog.


sábado, 19 de octubre de 2013

Relato nº 11. Imán-Carmen Gc: Calostros e índices.




Podrían, ya que es un pactado índice sin referencia real, unir el referencial de las hipotecas a mi humor o a la evolución de mi libido. En ambos casos, sus fluctuaciones tendrían más picos diarios que el Dow Jones.

Ahora mismo, mientras miro con cansancio a J.S.G., 46 años, casada, con dos hijos (un niño y una niña, la parejita, más bien ya dos mostrencos enormes de torva mirada adolescente, según la foto que me acababa de enseñar), sin empleo desde hace 34 meses como su marido, A.P.M., 43 años: “Trabajábamos en la misma empresa, toda la vida, desde que acabamos la carrera, ¿quién iba a pensar que se iba a ir todo al garete?, la crisis, la descapitalización, los herederos… yo qué sé, ahora nos han dejado en tierra, noqueados… bueno, noqueados no, A. no ha venido porque tiene una entrevista de trabajo, ahora mismo, y seguro que le contratan, es el mejor aspirante, esta vez sí, ésta es la buena, seguro, tiene que cambiar nuestra suerte “-, y ella sigue: “Usted sabe que vamos a pagar, que queremos pagar, que es nuestra casa (fin de la cita)”, y yo le comunico que tiene que pasar a hablar con el director, que ya sabe cómo van las cosas, que nos vigilan estrechamente por el dinero recibido de Europa, que tenemos las manos atadas, que hay que hacer lo posible y lo imposible para cobrar a nuestros deudores, ahora mismo, digo, mi humor y mi libido están en negativo, y bajando, nadie puede hacer esto sin que algo duela, son tus clientes, los llevas viendo entrar una o dos veces al mes un montón de años, te han preguntado por tus vacaciones todos los veranos, conoces de vista a sus hijos y sabes de muchos de sus secretos por transferencia o pago con tarjeta.
Y ahora, mientras acompaño a J.S.G. hasta la puerta del despacho del director me palpo el bolsillo derecho, donde llevo el tabaco. Si no entra nadie saldré a fumar ahora mismo, aunque debería aguantar otro rato quiero mi cigarro –en este momento me gustaría llevar también una petaca y echar un lingotazo de algo fuerte, que me caliente.
Mientras exhalo el humo junto a la puerta –ni demasiado cerca para no dar mala imagen ni demasiado lejos para que no entre sin que lo vea algún cliente- la huelo a ella, a Raquel, en el olor de esa otra mujer que empuja su carrito de la compra. Es el olor a limpio (¿cuántas veces al día se lava una recién parida?), a bebé, a leche, todo junto.
Uummm, Raquel. El reflejo proustiano acaba de “poner firme a mi soldadito”. La pobre gente a la que le tocara revisar ahora mismo sus hipotecas tendría que soportar un altísimo interés. Recordar a Raquel, y más ahora, después del tiempo del sexo inacabable de los meses finales del embarazo y de la desoladora abstinencia que ha seguido al parto tiene en mi un efecto devastador. Para bajar la erección vuelvo a pensar en J.S.G. y su familia, y en el agujero en el que tendrán que buscar asilo una vez que se ejecute su hipoteca. No dejo de sentir que eso podría haberme pasado a mí, que de hecho no estoy libre de que en la próxima reestructuración mi nombre brote de la pluma de alguno de los gerifaltes con foto de familia sobre macizo de petunias, bocas de dragón y caléndulas en la mesa y en un par de años se acabó, mi vida hecha un palíndromo, a vivir con mis padres (con los de Raquel ya se ha mudado su hermana y su familia -el imbécil que tiene por marido y su preciosa niña-). ¿Dejaría en mi terror y mis remordimientos que eso ocurriera o armado de un perchero, la barra de cerrar la verja o una tubería me lanzaría contra el aspirante a superviviente que tuviera el encargo de comunicármelo?, esas son algunas de las ideas que a veces toman el pescante de mi raciocinio, y las desecho considerando que no habría posibilidad de huida, ni a babor ni a estribor, y que salvo que la noticia me dejara como las maracas de Machín o convertido en un ababol la esporádica satisfacción no iba a ser suficiente para un gallina como yo.
Acabo de ahorrar unos cuantos miles de euros al banco evitando que un cliente –con minusvalía además- se abriese la cabeza de un tropezón por la rotura del escalón de la entrada, para salvarla no han sido suficientes su bastón y su perro lazarillo.

Ya he pasado fuera -del banco y del universo real- más tiempo del conveniente, aunque no haya entrado ningún cliente debería seguir trabajando y prestar cobertura a José Antonio, el director de la sucursal, un tipo campechano y agradable que ha pasado de peso medio a libélula en lo que llevamos de crisis.  J.S.G. acaba de entrar en su despacho y nadie sabe por dónde va a salir una persona normal cuando se le rompe el pegamento, cuando se le comunica que ya no le queda nada que perder.

Al final la mañana ha terminado como todas en este pequeño lago de aguas estancadas en el que se ha convertido la oficina, llena de miasmas de miedo y dinero. J.S.G. ha llorado en silencio, como lo hacen la mayoría de las personas a las que José Antonio les anuncia su desahucio. Marta, mi compañera de la caja, se ha acercado a ella al verla salir y ha puesto en su mano una especie de folleto de Stop Desahucios. No le importa que yo lo vea, ya hemos hablado de ello y comparto sus ideas aunque no su valor. Sólo tiene que tener cuidado de que no la vea P. el recién trasladado, un tipo tan arrastrado que decimos de él que se reencarnará en papel higiénico. Si él lo viera y hablara con José Antonio éste tendría que abrir expediente a Marta o se lo abrirían a él.

Ahora estoy en un vagón del metro, después de haberme quedado en tierra dos veces porque los anteriores llegaban totalmente llenos. A estas horas el metro es un lugar casi tan abigarrado como cuando voy a la oficina por las mañanas, Hay ocasiones en las que, si alguna mujer lactante termina apretada contra mí y siento su calor y su olor mi cuerpo vuelve a ponerse en marcha y vuelvo a ese universo en el que no hay cuentas ni embargos ni réditos ni hipotecas, sólo color y sexo, y de nuevo la erección amenaza con ser evidente. Vuelta a un pensamiento que me lleve a ese mundo de locos que es nuestra realidad (basta con un vistazo a los zapatos excesivamente desgastados de muchos de los ocupantes del vagón, a sus rostros preocupados o crispados, a las personas que piden limosna cantando o tocando) para que todo el efecto de esa mujer desaparezca. 

Al entrar en el portal no puedo dejar de percibir el olor de Raquel. Sólo deben haber pasado unos momentos desde que ella ha vuelto a casa. Mientras giro la llave en la cerradura me digo que en lugar de perder el tiempo aprendiendo a hacer caleidoscopios, alguien debería habernos enseñado cómo pedir a la mujer propia que te permita aliviar su dolor y tus ganas sustituyendo a ese pitufo cabrón que se niega a ayudar a su madre y a alimentarse con sus calostros. Entro. Veo sus pechos, enormes, que se desbordan y mojan, a pesar de los discos empapadores para pezones, su camiseta. Me acerco a abrazarla, pensando en tocarle las tetas, pero ella me rechaza porque le duelen, "las ves, están como botijos, y el pitufo no tira, parece que van a explotar, me duelen la espalda, el cuello, el trapecio y el esternocleidomastoideo".



jueves, 3 de octubre de 2013

Relato nº 12 Johnson Ulises PARALISIS

Demandantes: 1) Chapu Valdegrama/tema-Los celos:
monserga-palangana-estetoscopio-viruela-linfocito.
2) La ornitorrinco verde/tema ...
tetas-malditismo-españa-poeta triste.
3) Maria Marta M.P/tema- ...
doula-criptopolvo-oreja-bipolaridad-constancia.

EDIFICIO URSA - BLOQUE 3 - planta 9

Letra E - PARALISIS

Entro a toda velocidad en el edificio que conocía bien. Su aspecto, ubicación, vivía allí. Siempre cogía el ascensor, siempre, le esperaba si no le estaba esperando a el, no era claustrofobico, le gustaba, tanto cuando subía como cuando bajaba. El bloque tenia escaleras, como todos en todas partes, hoy iba a conocerlas bien, hoy no le esperaba la caja lenta, ni siquiera echaría en falta la monserga de la vocecita seductora y muerta de la mujer electrónica que anunciaba la condición del viaje - subiendo - - bajando- - cierre de puertas-. Estaba tan nervioso por lo ocurrido en la calle que solo los automatismos vitales de su mente y la memoria muscular pudieron traerlo de vuelta. Nunca te levantas una mañana en toda tu vida pensando que algo así podría ocurrirte. De saberlo, no saldrías de casa, no querrías despertarte, ni siquiera seguir vivo. Tampoco escucharía el - novena planta- de la mujer muerta del ataúd metálico-plastificado del sube-baja. Hoy no podía esperar, fue directo a la puerta que daba a la escalera, vio su mano coger el aire junto al picaporte por dos intentos, el tercero consistió en golpear la puerta exigiéndola que lo dejara pasar, que allí no estaba seguro, a las cuatro patadas el picaporte aulló con un crack sordo y cedió el paso al vecino lloroso que temblaba histérico. Subió los escalones de cuatro en cuatro con el pie derecho dolorido anunciando posibles hematomas. Solo pensaba en subir, subir hasta la protección de su piso, cuanto mas gritaba el pie, mas se impulsaba hacia arriba.

En el 5º piso desaparecieron las fuerzas, utilizo como recurso el terror que intentaba consumirlo para terminar el trayecto. Meter la llave en la cerradura le hizo parecer un borracho. Por fin dentro cerro de un portazo. Apoyo la espalda contra la hoja de madera como si pudiera contener una horda asaltante y busco sosiego en el mobiliario conocido. Algunas cosas parecían nuevas, le saludaban como si acabasen de instalarse en el apartamento. El espejo de la entrada mostraba una cenefa plagada de diminutas hojitas que se entrelazaban entre si, formando una filigrana indisoluble. No se reconocía en el hombre que aparecía al otro lado del cristal, mostraba los ojos enrojecidos y sudaba copiosamente. Miro en todas direcciones, temeroso incluso del aire que le aprisionaba la camisa empapada. Se desnudo de camino a la ducha, sujetándose a la pared del pasillo para no caerse, dejando un rastro de huellas dactilares con cada prenda que se quitaba. El suelo quedó sembrado de ropa multicolor. Tenia la esperanza de que el agua se llevara la desazón que lo atenazaba, o por lo menos que la mitigara en parte. No llego. Equivoco la habitación trastornado como estaba y acabo en el dormitorio, tumbado boca abajo sobre la cama.

Cuando despertó la luz parecía la misma de antes, se expandía como la viruela lamiendo cada objeto. Entrecerró los ojos dolientes y alargo el brazo para cerrar las cortinas, pero no lo vio suspendido ante el, para realizar el trabajo encomendado. No se movía, no podía hacerlo, no podía moverse, abrió los ojos hasta el máximo permitido y entendió que estaba paralizado. Después de varias horas de desesperación se sentía como un bebe indefenso, habría dado lo que fuese por una doula benevolente. Apoyado sobre su oreja derecha comenzó a escuchar voces. Se encontraba mentalmente ko, agotado por el esfuerzo de gritar sin conseguirlo, no aceptaba su situación.

Desde su posición podía ver la puerta abierta y la pared del pasillo, la constancia de los colores se desvanecía con el movimiento del sol, junto a la puerta se entretuvo observando la bipolaridad de los trazos de un Velpister titulado criptopolvo, un cuadro dedicado al malditismo de los poetas tristes de una España indiferente. El autor plago el lienzo con el cuerpo de una mujer desnuda, las tetas resaltados para encumbrar el erotismo como fuente de inspiración terrenal.

Estaba tan asustado por su estado que tuvo celos de las motitas de polvo, que deambulaban como linfocitos libres por la estancia, posándose a placer sobre objetos escogidos, el teléfono movíl sobre la cajonera, la lampara sobre la mesilla de noche, una palangana para ropa sucia. La cama entera parecía un estetoscopio gigante que atronaba su corazón sobrecalentado. No podía moverse, no entendía porqué y no sabia que iba a ocurrir. Las voces aparecieron de nuevo, pero no venían de su oído, se encontraban en su mente, después de unos minutos de estupor, se relajo, se conecto, creyó reconocer al vecino del quinto, el de la puerta B. El señor Juan, de unos cuarenta y cinco años, hablaba con su sobrina pequeña, Marina. La decía que se quitara la camiseta.